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Estefanía Melonio, Tatan Eulacio en bandoneón. Foto: N. Calgaro

Quiero regresar al momento en que el pájaro saltarín del tango-danza comienza a emplumar, a transformarse en un ente mitad coreográ­fico y mitad verbo ideológico, a emitir sus primeros gorjeos memorables. Cuando el lenguaje orillero y popular se convierte en un valor de uso y de cambio a la vez, el tango-danza le abre la puerta al tango-canción. La palabra, que es mitad de quien la dice y mitad de quien la escucha, según expresara Montaigne, y que en este caso es el lazarillo callejero del acriollado lenguaje popular rioplatense, ya no tiene secretos para los descendientes de los inmigrantes transatlánticos y de los paisanos arrancados de sus pagos por el éxodo rural. Esa palabra dúctil y oportuna, ocurrente y entradora, desmañada y repentista, hábil y chambona a la vez, se adueña entonces del tango.

De tal modo, el tango primigenio, avasallado por el ritmo gimnástico que provenía de la milonga, se sosiega como un río en la llanura, se abre al despliegue oral del pensamiento y del sentimiento, al fraseo de la voz humana que narra la epopeya, el drama y la comedia de los integrantes de aquel pueblo joven, recién amanecido a los quehaceres de un destino que, al fabricarse a sí mismo, teje como una araña la tela de la identidad, extrayendo de su propio vientre un hilo a la vez sutil y poderoso.

Se ha querido empequeñecer el universo signi­ficativo del tango-canción limitando sus motivos a las apetencias y falencias del «bajo fondo», a las hazañas de los guapos, a las traiciones de amor, a las desmesuras del machismo, al escaparate de la guaranguería. Ese constituye un hemisferio del tango, que por igual se manifi­esta en la inevitable borra de vulgaridad —vulgo signifi­ca plebe— que afecta a la vida cotidiana. Pero al costado y por encima de las letras deliberadamente lunfardeadas del período del cabaret, o del decir tartajoso de la gente del boliche, o de la parla rufi­anesca de letristas que —¡oh paradoja!— eran generalmente pací­ficos y bien hablados ciudadanos, corre el agua pura del amor, se abren las ‑ores sencillas de la alegría, brotan los manantiales frescos de la ternura popular. Es cierto que una atmósfera general de nostalgia cubre este territorio expresivo. Se trata de la saudade de los padres gallegos y del perdido bel paese de los padres italianos que recordaban el regazo folclórico dejado tras los mares. A ello se agregaba, del lado criollo, la evocación de aquellas cuchillas del pago lejano, donde un cielo purísimo caído sobre las travesías que iban de horizonte a horizonte derrumbaba en los campos las primicias de un espacio aéreo liviano y luminoso como la juventud del mundo.

La melancolía y la nostalgia no deben ser confundidas con la frustración y la desesperanza. Lo cómico, lo satírico y lo lúdicro, lo travieso, lo bufonesco y lo picaresco, están siempre presentes en las letras de los tangos: recordemos solamente el despliegue de gracejo popular que hacen resplandecer Discépolo en Chorra y Cadícamo en Al mundo le falta un tornillo.

Los inolvidables parlamentos dedicados a las carreras de caballos o a la truculenta descripción de caracteres humanos (Garufa, Niño bien, Micifuz, Milonguita, Che Bartolo, Pan comido, Haragán) tienen su contraparte en las metáforas seductoras de los tangos líricos (Oro muerto, Misa de once, Malena), en la bienvenida gracia de los poéticos (Sur), en el calderoniano lamento de los trágicos (La Cumparsita, Como abrazado a un rencor, Viejo smoking, Esta noche me emborracho) o en el negro desencanto de los ­filosóficos (Yira, yira). Hay una abrumadora mayoría de tangos referidos a la vida urbana, aunque tampoco faltan los que apuntan a la vida rural (Cruz de palo, El irresistible, A la luz de un candil), y con ellos caminan, en legión, los que celebran las virtudes familiares, los que se duelen de las injusticias sociales, los que revelan la eterna lucha entre el bien y el mal.

Los letristas de pie descalzo y los poetas verdaderos han ido de la mano en esta forja de canciones y evocaciones.

Entre los primeros, muchos exhiben un desconsolador primitivismo, una lastimosa incapacidad para la versi­ficación. Pero todos saben calar, desde muy adentro, en lo que el pueblo llano siente y piensa. Existe ramplonería y grosería, según se ha ponti­ficado desde la escala de valores del «buen gusto», en la mayoría de esas letras ­eles a un modo de ver y expresar que, no obstante los reparos de la academia literaria, son eminentemente auténticos, tanto en los aspectos formales cuanto en los sustanciales. El letrista, primus inter pares, interpreta el infuso sentir del hombre «que está solo y espera», condensa en rimadas frases hechas la ética y la estética de los barrios, redacta breves manifiestos de protesta y memoriales de agravios para denunciar los sufrimientos populares. Y de este modo, gracias a una especie de retroalimentación que opera como un bumerang psíquico, la gente descubre en esas letras una serie de fórmulas estereotipadas, y por ello inteligibles, sentenciosas, que difunden la voz de los que no tienen voz. Como los epítetos homéricos, como los octosílabos del Romancero español, las letras de los tangos, así metidas en los entresijos del alma rioplatense, logran el persuasivo acento que asegura su perdurabilidad, aun en estos días sordos y ciegos.

Contrastando con la sombra de los escribidores de poca monta, de estos bersolaris chambones, crece la luz de innegables poetas. Manzi, Discépolo, Cadícamo, Catulo Castillo, Ferrer, entre tantos otros, han encontrado en el tango un vehículo hermoso para expandir sus talentos creadores. De tal modo el género ha ganado en plenitud y expresividad: la palabra y la música, apoyándose mutuamente, han levantado una ringla de monumentos ilustres, una teoría de poemas llevados por los brazos de la melodía hacia una docente vigencia en el alma del pueblo. Empero, este linaje superior de la belleza no le resta verdad ni funcionalidad a los patitos feos de las letras opacadas por un decir inhábil y a menudo ramplón, según el juicio de «los de arriba».

Ambas, por igual las felices y las chuecas, si lo que cantan y cuentan brota del sistema de signos y símbolos de una sociedad que se descifra a sí misma en un perpetuo juego de ensimismamiento y alteración —manes de Ortega—, adquieren el sello de un producto de buena ley, la garantía de un testimonio veraz. Y esto es lo que realmente vale en la estética, la ética y la metafísica del tango canción.

 

Daniel Vidart.

Antropólogo, escritor y ensayista.

Ha enseñado e investigado en la Universidad de la República (Udelar) y en instituciones universitarias de Chile y Colombia. Doctor honoris causa de la Udelar, entre otras tantas distinciones a su larga trayectoria profesional.

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